Hay tantos motivos para viajar como viajeros. Entre ellos uno, poco frecuente pero no menos interesante: explorar un territorio en función de sus productos gastronómicos para comerlos in situ y hacer la compra para renovar la despensa de vuelta a casa.
Huyendo del frío, enfilé hacia el Mediterráneo interior de clima benigno casi todo el año, con el objetivo de refugiarme en un buen hotel para descansar, olvidarme de todo y averiguar qué se produce en sus pequeños valles al abrigo de la montaña. Me instalé en el Hotel Ferrero, propiedad del extenista Juan Carlos Ferrero, y me regalé el primer día disfrutando de la biblioteca, el spa y la piscina, en la paz del campo y de este hotel silencioso.
Después del desayuno en mi espléndida terraza privada, cojo carretera y manta por un camino que serpentea entre carrascas hasta llegar a mi primer destino. En el valle dels Alforins, Torrefiel es una finca con 60 hectáreas de olivares y un castillo levantado a finales de 1.600 o principios de 1.700 que desde entonces pertenece a la misma familia. La parra virgen trepa por su torre con almenas y matacanes, desde donde se divisa a la redonda un vasto territorio. En torno al imponente edificio, porches, barandas, jardines y estanques corresponden a la reforma que se hizo en 1.900 y simbolizan el lado bueno de la vida como una llamada al relajo. E intramuros, entre los retratos de antepasados ilustres, chimeneas talladas y salones de baile evocan tiempos de apogeo.
El actual conde de Torrefiel, Vicente Puigmoltó, y sus jóvenes hijos han convertido la finca en una empresa familiar con dos líneas de negocio: producción de aceite de calidad y celebración de eventos de todo tipo en este escenario fabuloso. Producen aceite monovarietal de picual y hojiblanca, unos 2.000 litros por variedad. Se recolecta a mano de madrugada y se envía en cajas, para que las aceitunas no se aplasten, directamente a una pequeña y cercana almazara, donde se estruja en el día con maquinaria italiana de extracción en frío.
Aquí se han rodado películas, como Balada triste de trompeta de Álex de la Iglesia y producciones de moda con carruajes o coches clásicos. El conde y su primogénito, Juan, se ocupan de la agricultura, y el segundo, Javier, de los eventos. Eso es meter todos los huevos en la misma cesta, en este caso en una empresa apegada al terruño. Meto mi compra de aceite en el maletero, que es como una despensa portátil. Al cerrar la cancela, Javier se despide y solo con cruzar la carretera entra en un moderno chalé que es la nueva casa familiar. Empleos de kilómetro cero y generación propia, idóneos para los tiempos que corren.
En 20 minutos llego a Bocairent, una población que se derrama por la ladera, situada en el centro del valle de la Sierra de Mariola, declarada Parque Natural. Su historia se remonta al neolítico pero sus emblemas son más recientes: la Iglesia de la Asunción, con obras de artistas señeros, de Juan de Juanes a Joaquín Sorolla, y les Covetes dels Moros, un conjunto de unas 50 cuevas artificiales excavadas en esta tierra calcárea que probablemente se utilizaron como granero fortificado. Entre una visita y otra, compro embutidos en la carnicería del pueblo, una botella de herbero un destilado típico que se hace con hierbas silvestres de estas montañas y recalo en Casa Chimo, un sitio con raigambre que tiene muchos parroquianos, mesas en la plaza y un comedor popular. Como quedan pocas horas de luz, me despacho con unas tapas servidas con simpatía y esmero y sigo mi camino.
En otros 20 minutos llego a Mas L´Altet, una bodega joven y original que es todo un descubrimiento. Sus dueños me reciben a pie de viña y conversamos entre las hileras para aprovechar el sol poniente. Alfredo Esteve, alicantino circunstancial es hijo de Agres, un valle muy bonito que está justo en la frontera entre Valencia y Alicante. Nina Coolsaet nació en Amberes, su familia le inculcó la cultura del vino que probó desde pequeña, con seis o siete años, y desde entonces se interesó por su proceso desde un punto de vista científico. Ambos son ingenieros, él industrial y ella agrónomo, frisan los 40 años y viven en Valencia capital donde tienen sus trabajos respectivos que compatibilizan con el cultivo y la producción del vino que es su pasión. Se conocieron en un curso de enología que al cabo devino en un encuentro amoroso y lo demás lo hizo el destino.
Cuando el cielo cobra su color azul noche, entramos en la masía centenaria que compraron los bisabuelos de Alfredo a principios del siglo XX. En este terreno cultivaron aceitunas y manzanas aunque en su familia no había ninguna tradición agrícola. El edificio, de 600 metros cuadrados en tres plantas, hoy alberga la bodega, botellas negras de moderno diseño y depósitos de acero, también su vivienda a medio montar y aún queda mucho espacio que están rehabilitando.
Probamos los vinos en su cocina/comedor retro chic, mientras Nina y Alfredo describen a pachas su proyecto: «En la masía tenemos 2 hectáreas de viñedo con dos tipos de uva, syrah y cabernet sauvignon, y un poco más lejos otra hectárea de garnacha. Hasta ahora hemos producido dos vinos, Avi (6.230 botellas) y Luka que es el superior (300 botellas). Y en 2014 sacaremos el garnacha que todavía no sabemos cómo será ni cómo se va a llamar».
Con la libertad de quien no tiene un enfoque netamente comercial, primero imaginan sus vinos y luego los hacen con estas características: «ninguno monovarietal, buscamos complejidad. Capaces de transmitir la particularidad del entorno, aun siendo muy diferentes a los de la zona y también entre sí. Con un toque de frescura, armonía y feminidad y un corte un poco atlántico, ninguno es un vino típicamente español».
Esa radiografía se ajusta a la realidad, además de muy gustosos estos vinos se pueden beber a palo seco. La conversación deriva por muchos vericuetos, entre ellos uno que conduce a Alfafara, el pueblo de al lado, donde me recomiendan Casa el Tío David, un restaurante rústico en apariencia pero de nivel, con una bodega sorprendente cuyos vinos se maridan, por ejemplo, con pescado en salmuera preparado a la manera tradicional y a la nórdica.
Al día siguiente aprovecho la mañana para hacer un recorrido por la sierra para ver sus campos en flor, entre riscos y barrancos donde campan a sus anchas perdices y jabalís, azores, gavilanes, garduñas y tejones. Y volver a la ciudad bien oxigenada y en forma para contrarrestar las horas que me esperan al volante.